El último día antes de que explote la ciudad no es solo un juego: es una experiencia artística que se te queda pegada mucho después de apagar la pantalla. Desde el primer minuto sentí que estaba frente a algo especial, y cuando terminé, no tuve dudas: es el mejor juego que jugué.
La forma en la que combina narrativa, atmósfera y gameplay es simplemente magistral. Cada decisión pesa, cada escena transmite tensión, y la ciudad no es un simple escenario: es un personaje vivo que respira, sufre y se desmorona junto con vos. El juego logra algo muy difícil: hacerte sentir parte del desastre, no como espectador, sino como protagonista emocional.
Visualmente es una obra de arte. No busca realismo vacío, sino identidad, estilo y significado en cada detalle. La música acompaña de manera perfecta, elevando los momentos clave y golpeando fuerte cuando tiene que hacerlo. Todo está al servicio de la historia.
Pero lo más impresionante es su mensaje. Sin sermones ni golpes bajos, te deja pensando, incómodo, reflexivo. Es de esos juegos que te obligan a parar un segundo y mirar al techo cuando terminás.
Sin exagerar: El último día antes de que explote la ciudad es arte interactivo en su forma más pura. Si la industria es justa, no solo va a ser recordado, sino que va a ser el próximo GOTY. Un antes y un después.
Fuera de esas cositas esta buena la idea.